domingo, 8 de noviembre de 2015

Tengo un minuto para reflejar todo aquello que no me dejaste tatuarte a base de caricias en la piel. Tengo exactamente sesenta segundos para que entiendas que aquello de que quien borra antes borra mejor es todo un mito. Tengo aproximadamente diez segundos menos que encajarían con el tiempo que tardé en buscarte en mi sonrisa. Cuarenta serían las veces que volví cuando juré no volver sobre mis pasos una vez más. Treinta caídas en las cuales en vez de levantarnos nos dedicamos a comprobar quién podía hacer más daño. Veinte los momentos de tu mano en los que por miedo a ser no fuimos creyendo equivocadamente que si no sería hoy, sería mañana. Y diez segundos te bastaron para convertirte en aquella herida que jamás podré cerrar.
Quieren hacernos creer que de tal palo tal astilla, pero lo único que dejan los palos son heridas.
Y quiero empezar diciéndoos que clavarse un alfiler en la pupila, justo en el centro, suena mucho menos doloroso que pronunciar su nombre.
Quiero confesar ahora que el morado de mis ojeras es el mismo que el de sus labios cuando tiene frío y él, últimamente, tiene frío siempre. Es por eso por lo que no tengo sueño. Y es que, aunque pueda sonar raro, él era de ese tipo de personas que si se fuese de putas pediría abrazos.
Se le notaba en la mirada cada vez que le tenía cerca, que se fijará en mi sonrisa, en mis ojos, en mis muecas..
Creedme cuando os digo que si le conoceríais empezaríais a creer en la perfección.
Me encantaba verle después de lavarse los dientes; los labios se le quedaban más rojos de lo normal. Sonreía, le abrazaba y me acariciaba los sueños. Me mordía la nariz y yo le atacaba la mejilla.
También cocínabamos juntos y no me dejaba picar la cebolla porque decía que por nada del mundo quería verme llorar si no era de alegría.
Él no era de los que regalaba flores. Era de los que te secuestraban un día para ir al campo a verlas.