Recuerdo como si fuese ayer la primera y última vez que visité la isla de Lanzarote.
Cuando salimos del aeropuerto lo primero que pensé fue que estábamos en Marte. Estábamos rodeados de volcanes, arena negra y palmeras. Recuerdo llegar a la isla de César Manrique, la que adornó con juguetes de viento, y sentir que una parte de mí se quedaría allí para siempre. Allí, donde reina el picón, el yeso y la Malvasía. Allí, donde descubrí el Appletiser. Allí donde reina el negro, el blanco, el verde. Allí, donde las carreteras desnudas de coches serpentean y serpentean.
Lo primero que pensé fue en por qué no había ido antes. ¿Por qué nadie me había dicho que no hace falta irte muy lejos para llegar al fin del mundo? Cuando aterricé en la isla pensé que estaría repleta de turistas, llevando orgullosos sus pulseras con "todo incluído", pero qué equivocada estaba.
Fuimos a los Jameos del Agua, a la Cueva de los Verdes y al Mirador del Río. Hicimos la Ruta de los Volcanes del Parque Nacional de Timanfaya. Pasamos por el Jardín del Cactus. Y aún habiendo hecho todo eso, siento que dejamos muchas cosas sin ver.
Cruzamos las mil palmeras de Haría, probé por primera vez el pescado en Arrieta y compartimos unas creps con mermelada de naranja amarga en Costa Teguise.
Nos bañamos en la Playa de Famara, pasando por la playa de Las Cocinitas y acabando en cualquier rincón que tuviese mar.
Creo que me dejé tantas cosas por hacer y ver para tener una excusa para volver. Y por eso, volveré para pasear por la playa de Famara y dormir allí a la luz de la luna.
Lanzarote me robó el corazón y una parte de mí se quedó en la isla. Fueron las dos semanas mejor invertidas en un viaje. Y a ti, Lanzarote, como dice el dicho: "Si eres guapa y eres rica, qué más quieres Federica”.
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